
¿Y quién alguna vez no estuvo en Itaca?
(Francisca Aguirre)
Hay palabras que siempre se escriben en voz alta,
se dicen con los dientes, con la fuerza
que tiene lo que brota
en el pulso rabioso de los versos:
la maldición o el látigo de las mujeres fuertes
o los versos de piedra de la tragedia antigua.
Son las madres terribles que gritan en la sombra
y encienden las hogueras y ruegan por nosotros.
porque la llama a veces alimenta una antorcha
de esperanza y a veces
crece en la elemental espiga combustible,
en la pura raíz de los incendios.
Una mujer se asoma a la ventana
con temblor y con ira, ardiente y compasiva
con todo lo que vive y pasa por la calle.
Y entonces va creciendo una nostalgia
secreta, algún humilde afecto
o el fulgor de la infancia,
la guitarra interior y todo lo que tiene
nombre propio o memoria
y vive en el presente de las desolaciones
y en la angustia que brilla en el vacío
con un dolor que dice su abrigo y su consuelo.
Brota y crece la tarde
de alguna fuente oculta
por la vena más honda del dolor,
en la germinativa
virtud de los jardines secretos de la infancia.
Y entonces la palabra
es tibia y transparente
y es música o vihuela.
Pero ahora hay que callar,
callar y dar las gracias
a esa mujer herida
y fuerte y compasiva.
De «La flor de las cenizas» de Santos Domínguez Ramos (Cáceres, 1955) poeta, catedrático de literatura y crítico literario español.