Amor sobre la tierra

Que nuestros días
jamás sean azotados por los gestos inútiles
o arropados y mecidos
por la música fácil de la vida.

Que nunca más se desplomen
con su piel ciega y sus ritos polvorientos
en el eterno surco vacío donde caben
la amortiguada niebla del tedio
la veleta de las minúsculas costumbres
el enjambre del sueño.

Que nuestros días no agonicen ni se ahoguen
en los rincones de la indiferencia.
Que dejen de girar lentamente
en la noria del trabajo y el ocio
rodeados por la impaciencia y el delirio
y las lujosas noticias matinales
y los aullidos que llenan nuestros oídos
de furias y cenizas.

Que nunca más veamos
cómo se hunde el sol
entre los golpes bajos de la muerte.
Que el sol
no sea nunca más reemplazado
por la lámpara de la miseria.

Luz para la piedra errante de la aventura
para el oleaje fosforescente de la memoria
para el aliento mágico que nos sostiene.

Luz para nosotros
luz para nuestros ojos perpetuos
para nuestros brazos traslúcidos
para nuestras gargantas desnudas.
Luz para nosotros
el rebaño de los inocentes.

Luz
luz de vida
para el amor terrestre y su plegaria.
Luz para el canto incierto de los jóvenes
para el rocío de sus bocas fértiles
y sus lenguas de fuego que tatúan el porvenir.

Luz para los días ebrios
luz para los días prodigiosos
luz para los días insaciables.
Luz para las ceremonias del amor
sobre la tierra.

de «Fragmentos» (1995)

Gianni Siccardi nació en Banfield, provincia de Buenos Aires, en 1933 y murió en 2002. A los ocho años descubre “la gran poesía” cuando su abuelo materno le regala una antología de la poesía universal con el propósito de estimularlo en la lectura “en serio”. Los poemas le fascinan al igual que el puñado de caramelos que su abuelo le regala cada vez que los recita de memoria y sin equivocaciones. “Me costaba memorizar esos poemas, y seguro que mi abuelo era conciente de semejante esfuerzo, pero me imagino su felicidad porque eso me obligaba a leerlos infinidad de veces”, recuerda Siccardi a sesenta años de aquel momento en que se dio cuenta que era la poesía lo que más le interesaba y a partir de entonces no se apartará jamás de ella.
Es autor de los libros: Conversaciones (1962), Travesía (1967), Ella (1989, reeditado en 1999 con el título Ella y otros poemas) y Fragmentos (1995). Preparó para el Centro Editor de América Latina las antologías de los poetas italianos Eugenio Montale (1987) y Salvatore Quasimodo (1988).

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