Al igual del caracol…

Martín, aquel hombre que aun siendo campesino pecaba de orgulloso; a quien todo parecía pequeño, sin fuerza, sin valor, sin poder para nada, ese -hombre veía las cosas con el más profundo desdén.
– ¿Qué son los árboles? -se decía-. Hojas débiles, ramas que el viento abate cuando lo quiere así; troncos que el huracán echa por tierra, o que el hacha despedaza y convierte después en polvo… No querría yo jamás ser un árbol, un árbol que ridículamente, se yergue sabiendo de sobra que mientras más grueso está su tronco, que mientras más altas y frondosas están sus ramas, el hacha impía, el hacha sin corazón, se llegará en cualquier momento para convertirlo en astillas que desaparecerán violentamente entre las llamas… «¿En dónde estará ya?» -se preguntará poco después quien haya visto la arrogancia con que aquel gigante encino parecía retar a cuantos ponían los ojos en su follaje- «¿En dónde estará, en dónde?» -repetirá meditativo, viendo el profundo agujero que habrá substituido al árbol…

Aquel hombre, podador de tiempo atrás, dejaba a un lado el hacha y el azadón, se acomodaba sobre el césped, y se entregaba a las cavilaciones.

-Todo vale poquísimo – pensaba a cada instante-; todo vale… nada, absolutamente nada.

A las cosas se las lleva el viento; al viento se lo lleva.. . la calma. ¿Cómo es la calma? se preguntaba-. No se la ve; pero es ella, ella solamente la que se lleva al viento; no cabe duda alguna. Y a ella, a Ia calma, ¿quién se la lleva?…
Pues… el viento. Entonces, ¿quién puede más de los dos?… Ninguno; son rivales, enemigos entre sí; y unas veces gana la partida el uno, y otras veces la gana el otro. ¿En dónde radica, entonces la fuerza? … En ninguno de los dos.

Y todo en el mundo es así: debilidad, falta absoluta de entereza, cobardía quizás, o lucha, lucha en todo y por todo. Perros y gatos son los hombres. El cán muerde, y arranca a los cuerpos la carne; el gato, con sus uñas afiladas, saca los
ojos, desgárra la piel, hace correr la sangre…
Martín, que ha estado quietamente sobre el césped, se lleva de pronto la mano al pecho, temeroso de que ya también su misma sangre comience a derramarse. Mas aquel movimiento de brazo le conduce de nuevo a la realidad.
¿Con que él también, como todos los hombres, es un cobarde?… No, no como todos: é1 es más cobarde aún, puesto que no teniendo frente a frente a enemigo alguno, se ha llevado ya la mano al pecho para contener la sangre provocada por los golpes que se le han asestado, en vez de haber sido él mismo, Martín, quien al verse acometido, debió defenderse valientemente con el hacha que tenía a su lado. Mas no; seguramente la cobardía le había impedido todo movimiento de defensa. A la vista estaban los hechos, puesto que hasta el instinto le hizo ver que la sangre manaba ya de su pecho herido…

Martín dejó caer nuevamente la mano sobre las rodillas, y bajando la cabeza, repitió lo de siempre:

-Estos son los hombres, éstos: unos mandrias, unos apocados, unos inútiles infelices, unos buenos para nada…
Y luego, inclinando aún más la cabeza, añadió con amargo tono, como lógica conclusión de sus palabras anteriores:
-Y puesto que yo me visto de hombre, no puedo ser sino eso: un pusilánime, un débil, un apocado, un cobarde, un nada…
Martín lanzó un rugido colérico y extendió sus manos en son de amenaza. Pero luego se dijo:
-Amenazo, ¿verdad? Sí, amenazo; pero lo hago porque no hay nadie ante mí. Que si así no fuera…
El hombre se inclinó, quedando por algunos momentos en actitud pénsativa. Y después, levantándose violentamente, comprendió que el tiempo huía y que él estaba perdiendo el tiempo miserablemente.

-Al trabajo! -se dijo- ¡Al trabajo!
Y mientras tornaba el hacha y el azadón, añadió con acento amargado:

-Pobre del hombre, que en realidad no es nada! Los átomos son más que é1…
En ese momento, el sol, un hermosísimo sol que estaba en mitad del cielo, pintaba con matices refulgentes las copas de los árboles, el campo entero, los montes, las lejanías. Martín, fascinado por el color de aquella luz, volvió sus ojos hacia el astro del día, Io contempló por un momento, y luego exclamó, sin poder contenerse:


-¡Eso es fuerza, eso es voluntad, eso es vigor, eso es potencia!. . . ¡Quién fuera el sol!…

Clavó sus miradas en él y quedó contemplándolo con suprema admiración.

-No hay ojos bastantes para verlo bien se dijo, asombrado-. Es un enorme y admirable foco que guía, que impera, que manda. ¡Nadie puede contra é1, nadie, nadie! ¡Si yo fuera el sol!…

En ese instante, una nubecilla blanca que iba seguida de otras varias, pasó sobre el astro del día, nublándolo un tanto; momentos después, atras nubes, más espesas aún, cruzaron en procesión ordenada sobre el sol; y minutos más tarde, un espeso y negro nubarrón, que se alargaba como un boa terrorífico, cayó sobre él,pesadamente, borró del todo su fulgor, y quedó allí instalado, mientras otras muchas nubes, en revuelo tormentoso, iban ensombreciendo las alturas, primeramente con manchas de un fuerte gris, después, con tintes obscuros, casi tenebrosos…

-¡Y yo, que deseaba ser el sol!… – gritó de pronto el campesino, mirando amargamente la negra nube que había sepultado del todo el astro del día-. ¿En dónde, en dónde está ese sol deslumbrante y hermoso?

Llevóse las manos a Ia frente en actitud meditativa. Mas luego, levantando la cabeza y observando nuevamente la nube que aún seguía espesándose más y más, exclamó, impetuoso, con las manos en alto:

-¡Esa, esa nube es la fuerza, por lo visto; una fuerza que puede hasta contra el sol!… ¡Si yo fuese nube!…

Martín se vió en el caso de bajar nuevamente la cabeza, porque un violento aguacero cuyas enormes gotas semejaban piedras, le atemorizó, haciéndole comprender, además, que aquellas nubes, deshechas ya, se habrían convertido en
agua, en agua que la tierra tragaría con avidez.
Martín, valientemente, levantó los ojos para buscar esas nubes; pero no pudo ver ya ninguna, porque un velo espeso y gris borraba del todo las alturas.

-¡Y yo, que anhelé ser nube!…

Martín-. Pero ¡corramos! -añadió-, que no está el día para seguir en estos sitios.
Tomó violentamente el hacha y el azadón, se colocó sobre la cabeza un saco en e1 que había guardado algunas hierbas, y echó a correr hacia su cabaña. Pronto estuvo en ella. Y como al entrar viese que junto de la puerta un gracioso caracolillo, bien hundido en su concha, permanecía tranquila y sosegadamenté allí sin importarle nada la furia de los elementos, Martín se detuvo, fijó sus ojos en éI y dijo en alta voz:

-Nada puede temer ese ser viviente, puesto que lleva encima, y de continuo, una coraza…

¡Quién fuera, como él, un caracol!…
-Eso eres tú, hijo mío – dijo la voz de un anciano dentro de la cabaña.
Quien hablaba era el padre de Martín. Este entró, besó respetuosamente la mano del
autor de sus días, y se recostó sobre él.

-Somos todos como caracoles -siguió diciendo el anciano con voz emocionada-. La concha es, el cuerpo del hombre, y adentro, resguardada por esa coraza, que debe ser fuerte, se aposenta dulcemente el alma… ¡Defendámosla en todo momento, hijo mío! He allí la más fructífera labor que no debemos abandonar en este mundo. Mientras la mano labra la tierra, el pensamiento -hilo de unión con el Cielo-, llevará hacia Dios las preces de nuestra alma. ¡Salvemos a ésta, hijo mío! En nuestra mano está el lograrlo. ¡Que no pueda más que nosotros -lo pido con ansia suprema-, la delgada concha de un caracol!… ¡Que el cuerpo del hombre, símbolo de la fuerza, venza del todo!
Contra el sol, puede la nube; pero contra la voluntad no puede nada. Ganar la felicidad terrestre es a veces imposibie, por más esfuerzos que se hagan. Pero ganar la salvación del alma, está en las manos… No hay nada que ofrezca mayor facilidad. Oyelo bien, hijo querido; óyelo bien…

El anciano cayó en el suelo, de rodillas. Martín, siempre abrazado a él y profundamente conmovido, se arrodilló también a su lado. Y así, juntos los dos, pidieron que sus almas. sin apartarse jamás, se reuniesen en el Cielo con las de sus más queridos seres. para alabar allí, todos juntos, a Dios. Las voces del padre y del hijo, unidas por un perfecto acuerdo y temblorosas por la emoción, sonaron en la cabaña con dulzura y suavidad, mientras afuera el silencio, que había substituído ya a la lluvia, se extendía por todo
el campo, hablando apaciblemente de perdón, de venturanza, de paz…

de «Hojas dispersas»

María Enriqueta Camarillo y Roa, México 1872-1968. Poeta, cuentista, traductora, pianista, novelista y dramaturga mexicana del siglo XIX. Nominada al premio Nobel en 1951.​