Río

Por los alrededores del silencio
sumiso en su filo y en su desembocadura,
asiendo a su cintura un rumor de bruma
y de luces que destiñen hacia el verde,
discurre entusiasta un riachuelo
de alada curvatura.

Todo él se diría
que porta un cauce duro de guijarros,
que el alto vuelo que alcanza entre las peñas
es un arco rasante al tocar el labio en sed
de los cañaverales, el fango encendido
como una ciénaga de luz o una patena.

Sin más extensión que su humedad latente
se deja ver, continua singladura, como la herida
última del chopo, y esconde su lengua
en la ribera, blanda sombra sin curva de ballesta,
abrevadero fiel de labios que circundan
la piel y el pergamino de la tierra.

Sereno,
como un niño de plata en la edad azul de los espejos,
en la tierna infancia de la carne aún joven e inexperta,
el riachuelo incrementa su ritmo entre las rocas,
vira, se ondula, se retuerce, y ágilmente,
en la eléctrica energía de su cintura, se dobla,
y angula su busto al trampolín de viento
hasta precipitar su chorro de cristal sobre el vacío
.
Entonces se hace mudo, escorzo, pluma,
ave que vuelve a pez sobre la orilla,
y allí, tras un buceo de luces ensoñadas,
respira, bracea, se felicita,
y al cabo se entristece,
(su lágrima es salina, su piel
espuma ajada,
colchón de olas
para el descanso eterno)

y solloza, se entrega, se distancia,
y ya sin fuerza, ensancha su arteria hacia el latido último del
mar,
último encuentro.

Mario Lourtau López, (Torrejoncillo, Cáceres 1976)

Límites

Desde una ciudad distante, inmune al tiempo
has venido a buscarme. Regresaste
por los pasos de luz y el cielo de las frutas,
caminando por esta nueva ciudad iluminada,
sobre la alfombra encendida en su claro barniz,
en sus redondas tardes.

De otro lado, bautizadas en mármol,
las montañas cantan su labio de invierno, y aguardan
su blando despertar de entre la nieve.

Has cruzado el círculo despacio, escrutando con tus ojos
la dulce dimensión del horizonte,
buscando mi presencia y el tacto secreto
que traigo mansamente entre mis manos.

La ciudad, que despierta, es un niño
al sol de la intemperie, un viejo
que no conoce milagros pero sabe
donde brotan las fuentes y sonde surge
el duro temblor de los acantilados.

Han abierto temprano los postigos, clarea.
Algunos pájaros, violines de pluma, irrumpen
con su canto general, canto primero.

Tú avanzas breve, precisa, cierta
como el roce blanquecino de la brisa
en la palpitación de los almendros.

Hemos abierto las puertas sin desatar nudos.
Sonríes, te abrazo, y tu regreso
ya no es pura utopía sino certeza

Mario Lourtau (Torrejoncillo, Cáceres 1976)

Don de la distancia

El destino ha querido separar vida y muerte
de tal modo que la vida se prolongue
hasta el cauce salado que divide las sombras de las luces,
donde muerte, frío, y silencio se confunden
con olas y naufragios.

El río donde nadamos no es tan solo
el agua donde juegan los chavales
de una tarde agostada de recuerdos y estrellas.
El río donde nadamos, como peces caducos,
es el tramo confuso de unos labios
que se acercan a besarnos
y marcan nuestra piel de adolescentes,
o la orilla fría y desnuda que contempla
el curso de los años sucesivos.

Arrastran las corrientes,
como aves cansadas de fingir el invierno,
los nombres de lugares memorables que ya
nadie recuerda, un hálito fugaz
de aquello que hemos sido y desvanece.

Cuando el tiempo persigue nuestros pasos sin dueño
es el don de la distancia quien nos guarda y redime
de buscar el apremio de las aguas someras
o nadar hacia el fondo de una tarde de niebla
por los cauces salados donde crecen las sombras.

Mario Lourtau (Torrejoncillo, Cáceres 1976)