Por los alrededores del silencio
sumiso en su filo y en su desembocadura,
asiendo a su cintura un rumor de bruma
y de luces que destiñen hacia el verde,
discurre entusiasta un riachuelo
de alada curvatura.
Todo él se diría
que porta un cauce duro de guijarros,
que el alto vuelo que alcanza entre las peñas
es un arco rasante al tocar el labio en sed
de los cañaverales, el fango encendido
como una ciénaga de luz o una patena.
Sin más extensión que su humedad latente
se deja ver, continua singladura, como la herida
última del chopo, y esconde su lengua
en la ribera, blanda sombra sin curva de ballesta,
abrevadero fiel de labios que circundan
la piel y el pergamino de la tierra.
Sereno,
como un niño de plata en la edad azul de los espejos,
en la tierna infancia de la carne aún joven e inexperta,
el riachuelo incrementa su ritmo entre las rocas,
vira, se ondula, se retuerce, y ágilmente,
en la eléctrica energía de su cintura, se dobla,
y angula su busto al trampolín de viento
hasta precipitar su chorro de cristal sobre el vacío
.
Entonces se hace mudo, escorzo, pluma,
ave que vuelve a pez sobre la orilla,
y allí, tras un buceo de luces ensoñadas,
respira, bracea, se felicita,
y al cabo se entristece,
(su lágrima es salina, su piel
espuma ajada,
colchón de olas
para el descanso eterno)
y solloza, se entrega, se distancia,
y ya sin fuerza, ensancha su arteria hacia el latido último del
mar,
último encuentro.
Mario Lourtau López, (Torrejoncillo, Cáceres 1976)