
Aquel tenducho,
porque verdaderamente
aquello era un cuchitril,
una especie de sotanillo al que se entraba
después de bajar unos cuantos peldaños,
aquel escondrijo al que llamábamos
la tienda verde
puesto que su dueño había pintado la fachada de verde,
aquella cueva era, sin embargo,
la cueva del tesoro.
Allí, democráticamente apilados,
había montañas de libros viejos,
algunos viejísimos,
tan viejos que se les caían las hojas como a los árboles,
otros, más afortunados, habían sido remendados,
como los calcetines o los zapatos.
Porque un libro, señores, es una prenda de abrigo.
Y el dueño de aquella tienda lo sabía.
Por eso, cuando nosotras entrábamos,
con nuestro exiguo caudal
él nos impartía las oportunas instrucciones
para que nos moviésemos con precaución en su establecimiento:
nada de manoseos con los libros,
los libros se desgastan, se estropean,
se les rompen las hojas o se les caen
y ya no abrigan, ya no sirven.
Muchísimo cuidado con los libros,
sobre todo con los que están encuadernados:
un libro encuadernado es algo serio,
las pastas son como las paredes de una casa,
y dentro de esa casa podemos encontrar de todo.
Por eso el dueño de la tienda nos decía:
un libro encuadernado es un tesoro
y los tesoros, ya se sabe, cuestan caro.
Nosotras mirábamos con avidez los libros,
sobre todo los viejecitos,
los que tenían aire de perro apaleado;
y eran como de la familia
y además tenían la ventaja de ser muy baratos.
Claro que, como decía el dueño,
aquellos pobretones debían abrigar muy poco.
Pero nos daba igual, ya los arreglaríamos en casa.
Así que hacíamos tres montones
y el dueño nos cobraba una peseta
por aquella montaña de desperdicios,
aunque antes de marcharnos
nos decía muy claro:
me los tenéis que devolver el lunes.
Y no creáis que no sé yo las hojas que tiene cada uno.
Y el sábado empezaba la aventura
porque lo que el librero no sabía
era que en cada libro había una mina
y a veces, cuanto más viejo el libro
mejor era la mina.
Y aquellas páginas marchitas
calentaban como una gran hoguera.
Y así, durante muchos sábados y domingos,
rodeadas de desperdicios ilustrados,
vivimos el milagro de abrigarnos
con las maravillosas páginas de Tolstoi en Resurrección,
o con las aventuras de Marck Twain,
con las desdichas de las Pobres gentes, de Dostoievsky,
con los Viajes de Gulliver.
Pasamos hambre con Knut Hamsun y comimos su Pan.
Viajamos al espacio y al fondo de los mares con Julio Verne.
Aquellos desperdicios de papel, desencuadernados y rotos,
fueron para nosotras
la deslumbrante Biblioteca de Alejandría.
Nadie ha tenido una universidad más mágica que aquella.
Francisca Aguirre Benito, también conocida como Paca Aguirre, (Alicante, 27 de octubre de 1930 – Madrid, 13 de abril de 2019), escritora española, nombrada Hija Predilecta de Alicante en 2012 y Premio Nacional de las Letras en 2018.